Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.
Más potente que la voz de
muchas aguas, más potente que el mar en su oleaje, más potente es el Señor en
las alturas.
Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.
. . .
En este salmo se nos presenta a Dios como señor poderoso,
rey de toda la creación, revestido de poder. El lenguaje y el tono son épicos,
así como las imágenes potentes —las aguas que rugen, las alturas del cielo―. La fuerza de Dios es
sobrecogedora.
¿Qué mensaje leemos aquí? Que Dios late detrás de todo el
universo. Que todo cuanto existe es obra suya. Si la obra es maravillosa y
admirable ¡cuánto más lo será el artista que la creó! Estos versos traducen una
experiencia religiosa de asombro y veneración, muy alejada del animismo o del
panteísmo, que ven divinidad en todas las cosas. La fe hebrea y la fe cristiana
ven la huella de Dios en todo lo creado, pero no confunden la obra con el
creador. La divinidad, lo sagrado, está en Él, más que en el mundo físico y
visible. Dios es inmutable y eterno, y su poder es esta capacidad para crear y
sostener la existencia de las cosas y los seres.
Esta actitud de admiración y reconocimiento de Dios se da en
la contemplación. Y de ella surge una forma de actuar y de estar en el mundo:
una ética, una moral. Como el Papa Francisco señala en su encíclica Laudato Si’, la fe cristiana pone la
base para una actitud de admiración y respeto hacia la naturaleza, pero también
hacia el ser humano. La ecología no puede ir separada de la justicia; el
respeto al medio ambiente ha de ir acompañado por la protección del más débil y
necesitado. Por eso los últimos versos del salmo ya no hablan de las bellezas
del mundo, sino de los «mandatos» del Señor. Unos mandatos que son «fieles y
seguros», que son santos. ¿Qué significan estas palabras?
La
acepción hebrea de mandato no es tanto una orden como una necesidad, una
urgencia. Existe una ley de Dios que nunca falla y que otorga santidad: es decir, alegría
imperecedera, paz interior, libertad y nitidez de corazón. Esa ley no sigue las
inercias del mundo, movido por el afán de poder y el egoísmo. Es la ley que
Jesús mostró claramente con su vida: su poder es el servicio, la donación, la
entrega a los demás. El gran poder de Dios es su capacidad de amar sin límites.
La ley, dice san Pablo, es el amor. En él yace la realeza del Señor.
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