Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a
Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su voz: No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.
Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: «Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino; por eso he jurado en mi cólera que no entrarán en mi descanso».
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Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando
la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos
abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y
es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?
Este clamor es lo que el salmo llama poner a prueba a Dios.
Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por
encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días
de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que Dios nos somete a
prueba, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la
capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del
Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!
La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez
de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las
dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre
se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa
muchísimo más que todo el resto. Respirar, hablar, moverse; poder amar a
alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos
dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos o incluso despreciarlos.
Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso,
porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de
asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El
universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí,
cerca, ha dejado de conmoverme. Aquí está la dureza de corazón, que se enquista
y se pertrecha en la rutina y el hastío.
Por eso el salmista clama: ¡No endurezcáis vuestro corazón!
El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los
acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano
amorosa del Dios que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se
desborda en alabanzas.
Finalmente, hay que decir algo sobre los últimos versos del
salmo, que en la liturgia siempre se omiten. El salmo nos remite a un momento
de la historia de Israel y explica por qué el pueblo vagó errante por el
desierto durante cuarenta años antes de poder entrar en la Tierra Prometida. La
explicación, muy propia de la mentalidad retributiva en la antigüedad, es que
Dios se enfurece por la falta de confianza de su pueblo y lo castiga. Es la
pedagogía antigua y así hay que entenderlo. Esos cuarenta años son símbolo de
un periodo necesario para que se dé un cambio. Es el tiempo que necesita el
pueblo para convertirse y ablandar ese corazón tan duro y rebelde.
Hoy podemos preguntarnos: ¿cuánto tiempo necesitamos para
abrirnos a la bondad de Dios? ¿Cuánto tiempo hemos de sufrir? Es nuestra
cerrazón y nuestra dureza la que nos castiga, no Dios. El dolor y la incerteza
vienen de alejarnos de él y de su gracia. ¿Necesitaremos cuarenta años? Ojalá
sean muchos menos.
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