Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre.
Proclamad día tras día su victoria, contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones porque es grande el Señor y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses.
Pues los dioses de los
gentiles no son nada, mientras que el Señor ha hecho el cielo; honor y majestad
lo preceden, fuerza y esplendor están en su templo.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: «El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente.»
Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra: regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad.
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Cantad al Señor, bendecid, proclamad, aclamad… No basta decir
palabras, no basta una mera comunicación. Para hablar de Dios se necesita
elevar la voz, porque el corazón se ensancha y desborda en los labios. Hablar
de Dios pide más que un discurso: pide un canto, un grito entusiasta, una
alabanza gozosa.
En medio de un mundo en crisis, quizás nos cueste descubrir las
maravillas del Señor. La guerra, las catástrofes naturales, las hambrunas y la
muerte oscurecen nuestra visión del universo y a veces incluso parece que
eclipsan la presencia de Dios. Pero... ¿No es Dios mayor que el mundo? No sólo
podemos encontrarlo en la belleza de lo creado, que es mucha. Incluso allá
donde las desgracias se ceban en la humanidad, es posible descubrir el
resplandor de su mirada en la bondad, en la ayuda, en el desprendimiento
generoso de quienes viven para servir y entregan su vida a los demás. Es quizás
en los momentos más difíciles cuando mejor se manifiesta la inmensidad del
amor.
El salmo recuerda que Dios es creador: por eso la naturaleza
lo aclama y proclama su sabiduría y su gloria, de la misma manera que una obra
de arte es el mejor elogio de su artífice.
El salmo nos recuerda que Dios es rey. Rey, no en el sentido
de un mandatario que oprime y exprime a su pueblo, sino porque él tiene las
riendas. Nada se escapa a sus manos, aunque a veces nos parezca que el mundo
está un tanto abandonado. No podemos leer la realidad ni la historia con la
miope visión del instante actual, sin profundidad ni trascendencia. Desde la
eternidad, la historia del mundo no es una sucesión caótica de eventos y
desgracias: es un relato con sentido y su guionista sabe muy bien cómo escribirlo.
Esta es la ley de Dios. San Pablo nos recuerda las palabras
de Cristo: «mi ley es el amor». Todo está en sus manos, y él recoge
hasta la última súplica, el último lamento, la última lágrima. Su ley es la
compasión, la generosidad, la esperanza, el amor sin límites. Allí donde
dejamos que Él impere, hay justicia, hay paz, hay honradez. Por eso el salmo
habla del Señor que gobierna rectamente. Ojalá nuestros dirigentes y
mandatarios lo tuvieran más presente y no olvidaran esta ley universal y eterna
que nos habla de vida, de dignidad y de profundo respeto hacia la humanidad.
Sobre la realeza y el poder
Este salmo también conlleva una reflexión sobre la realeza,
el poder y la justicia humana y divina. En el evangelio, Jesús pronuncia esa
frase rotunda, vigente en el paso del tiempo: «Dad al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios».
Los israelitas tenían una honda convicción: el único rey, el
único digno de alabanza, de gloria y adoración, es Dios. Él está por encima de
reyes y de otros dioses —que son sólo apariencia—. Él es el único señor ante
quien el hombre debe hincar su rodilla.
Muchos autores advierten una veta subversiva en el judaísmo,
que se trasladó al cristianismo. Ambas religiones cuestionan el poder humano y
su alcance, relativizan la autoridad de los reyes y los dirigentes terrenales y
se remiten a un último poder: el de Dios.
Y esto transluce una visión realista y profunda de la
condición humana: el salmista ataca la deificación, la apoteosis, el
autoengrandecimiento de los gobernantes y líderes que se divinizan a sí mismos
y creen que el ser humano no tiene límites.
Sin desatender nuestros deberes civiles, no deberíamos
olvidar que, por encima de todo, está Dios. Y él gobierna a los pueblos
rectamente. Desde la visión cristiana, podríamos decir que cuando las
sociedades se rigen por la ley de Dios, que es el amor, entonces se pueden dar
unas condiciones de justicia y de paz que favorecen el desarrollo de la
persona. No se trata de que las instituciones religiosas interfieran en el
gobierno, sino de que éste tenga en cuenta sus límites, respete la libertad
sagrada de cada cual y fomente aquellos valores que contribuyen a la dignidad y
a la plenitud de toda persona, sin distinción.
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