El Señor reina, tiemblen las naciones; sentado sobre querubines, vacile la tierra.
El
Señor es grande en Sión, encumbrado sobre todos los pueblos. Reconozcan tu nombre, grande y terrible: ¡Él es santo!
El
rey poderoso ama la justicia, tú has establecido la rectitud; tú administras en
Jacob la justicia y el derecho.
Ensalzad
al Señor, Dios nuestro, postraos ante el estrado de sus pies: ¡Él es santo!
Moisés
y Aarón con sus sacerdotes, Samuel con los que invocan su nombre, invocaban al
Señor, y él respondía.
Dios
les hablaba desde la columna de nube; oyeron sus mandatos y la ley que les dio.
Señor,
Dios nuestro, tú les respondías, tú eras para ellos un Dios de perdón, un Dios
que castiga sus maldades.
Ensalzad
al Señor, Dios nuestro, postraos ante su monte santo: ¡Santo es el Señor,
nuestro Dios!
Otro salmo regio que encumbra a Dios como rey del universo. A
diferencia de los dioses de otros pueblos, el Dios de Israel no sólo domina los
elementos de la naturaleza, sino que interviene en la historia humana: no es un
Dios arbitrario y caprichoso, sino un Dios que ama la justicia.
El salmo evoca la entrega de la ley en el desierto, a
Moisés, Aarón y Samuel, los profetas y sacerdotes que son puntales de la fe del
pueblo. Y el salmo hace hincapié en la justicia divina: Dios perdona, pero
también castiga las maldades.
Hoy nos resistimos a creer en un Dios justo. Nos gusta la
imagen del Dios bueno, inmensamente misericordioso, que lo perdona todo. Y así
es: así nos lo mostró Jesús. Pero los salmos cantan desde una visión
trascendente que ve más allá del presente inmediato. Los salmos cantan con una
visión desde la eternidad de Dios. Aunque no lo veamos en la tierra, y en
nuestra vida, Dios hace justicia. Pero ¿castiga?
No deberíamos confundir castigo con condena. Dios no condena,
pero sí nos castigan las consecuencias de nuestros actos. Si robamos, algún día
nos pillarán y pagaremos. Si matamos, la sangre vertida caerá algún día sobre
nosotros. Si vivimos en la mentira, nuestra vida no será plena ni conoceremos la
amistad verdadera. Si ignoramos a Dios, nos estamos privando de una dimensión
profunda que puede cambiar nuestra forma de vivir y estar en el mundo. Dios nos
deja libres. ¡Nos castigamos nosotros mismos! Él lo permite para que
aprendamos. Pero siempre está ahí cuando alzamos el rostro y suplicamos. Él también
nos enseña (su Ley) y tiene la mano tendida para perdonarnos.
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