El Señor es compasivo y misericordioso.
Bendice, alma mía, al
Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no
olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus
culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma
de gracia y de ternura.
El Señor es compasivo
y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen
nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas.
Como dista el oriente
del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura
por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles.
. . .
El primer gran tema que salta a la vista en este salmo es el
perdón. ¡Qué difícil nos resulta perdonar, y cuán olvidado lo tenemos! Incluso hay personas que se precian de
perdonar a quienes les han causado un mal, “pero jamás olvidar”, como si
mantener esa revancha viva en el corazón fuera motivo de orgullo o de
reafirmación.
El salmo, en primer lugar, nos habla del perdón de Dios. Un
perdón sin límites, capaz de lavar y sanar toda culpa, toda herida emocional;
capaz de borrar y saldar toda deuda. No sólo eso, sino que Dios, cuando
perdona, lo hace con alegría y delicadeza: “te colma de gracia y ternura”.
Quien experimenta el perdón de Dios y su compasión, siente esa calidez inmensa
del abrazo comprensivo, amante, generoso. Quienes tienen una idea represiva de
Dios, bien podrían leer y meditar estos versos. Lejos de ser un opresor, Él nos
libera con su perdón y nos desata del peso de las culpas, que muchas veces
cargamos nosotros mismos a nuestras espaldas.
En segundo lugar, nos habla de la justicia de Dios, que tan
alejada está de nuestra mentalidad retributiva. “No nos trata como merecen
nuestros pecados”. En nuestra cultura está muy arraigado el concepto de mérito,
de “merecer”. Nos parece que, si alguien actúa mal, se merece una desgracia.
Nos alegra que alguien se tope con la horma de su zapato, que las desgracias
caigan sobre él. Le está bien, solemos decir, sin caer en la cuenta de que, al
hablar así, nos estamos erigiendo en jueces y condenadores, como si fuéramos
dioses y pudiéramos disponer del destino de las personas.
Y tal vez nuestros idolillos, nuestras falsas imágenes de
Dios, sean así: vemos en ellas a una divinidad justiciera, vengadora,
implacable. Pero nuestro Dios, el Dios de Israel y el Dios de Jesús, no es así.
Nos puede sorprender y hasta indignar su gran bondad. Nos puede parecer
excesiva y derrochona. ¿Por qué Dios no castiga a los malos? ¿Por qué tiene que
perdonar tanto, por qué es “demasiado” bueno? ¿No es eso injusto?
El salmo, tan cercano al espíritu de Jesús, nos recuerda que
Dios es como un padre tierno. Aún más, podríamos decir que es como una madre
llena de amor por sus hijos. ¿Cómo va a rechazar a uno solo? ¿Dejará una madre
de querer a un hijo, por malo que éste sea? Sufrirá por él, intentará ayudarle,
rezará… pero nunca dejará de amarlo.
Si una madre humana puede amar así, ¿debería extrañarnos que Dios rebase la medida pequeña, mezquina y limitada de nuestro amor? ¡Menos mal que Dios es así! Ojalá podamos experimentar su amor y esto nos mueva a imitarle.
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