Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto. Extiendes los cielos como una tienda, 3construyes tu morada sobre las aguas; las nubes te sirven de carroza, avanzas en las alas del viento; 4los vientos te sirven de mensajeros; el fuego llameante, de ministro.
5Asentaste la
tierra sobre sus cimientos, y no vacilará jamás; 6la cubriste
con el manto del océano, y las aguas se posaron sobre las montañas; 7pero
a tu bramido huyeron, al fragor de tu
trueno se precipitaron, 8mientras subían los montes y bajaban
los valles: cada cual al puesto asignado. 9Trazaste una
frontera que no traspasarán, y no volverán a cubrir la tierra.
10De los
manantiales sacas los ríos, para que fluyan entre los montes; 11en
ellos beben las fieras de los campos, el asno salvaje apaga su sed; 12junto
a ellos habitan las aves del cielo, y entre las frondas se oye su canto.
13Desde tu
morada riegas los montes, y la tierra se sacia de tu acción fecunda; 14haces
brotar hierba para los ganados, y
forraje para los que sirven al hombre. Él saca pan de los campos, 15y
vino que le alegra el corazón; aceite que da brillo a su rostro, y el pan que
le da fuerzas.
16Se llenan de
savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó: 17allí
anidan los pájaros, en su cima pone casa la cigüeña. 18Los
riscos son para las cabras, las peñas son madriguera de erizos.
19Hiciste la
luna con sus fases, el sol conoce su ocaso. 20Pones las
tinieblas y viene la noche, y rondan las fieras de la selva; 21los
cachorros del león rugen por la presa, reclamando a Dios su comida. 22Cuando
brilla el sol, se retiran | y se tumban en sus guaridas; 23el
hombre sale a sus faenas, a su labranza hasta el atardecer.
24Cuántas son
tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de
tus criaturas. 25Ahí está el mar: ancho y dilatado, en él
bullen, sin número, animales pequeños y grandes; 26lo surcan
las naves, y el Leviatán que modelaste para que retoce.
27Todos ellos
aguardan a que les eches comida a su tiempo: 28se la echas, y
la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes; 29escondes tu
rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; 30envías
tu espíritu, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.
31Gloria a Dios
para siempre, goce el Señor con sus obras; 32cuando él mira la
tierra, ella tiembla; cuando toca los montes, humean.
33Cantaré al
Señor, tocaré para mi Dios mientras exista: 34que le sea
agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor.
35Que se acaben
los pecadores en la tierra, que los malvados no existan más.
¡Bendice, alma mía, al
Señor! ¡Aleluya!
Este salmo es un gran himno a Dios por su creación. Comenzando
por los cielos, y descendiendo hasta las profundidades del mar, el salmista
recorre todo el mundo creado, admirando la belleza de todo cuanto le rodea. Es
un cántico de elogio al Creador por su obra, tan hermosa y perfecta.
En esta visión de la naturaleza hay asombro: las nubes y el
viento, los montes y los mares, la fauna que puebla selvas y aguas, todo es
admirable. También hay una perspectiva humana: las aguas del cielo y la tierra
producen el alimento. Él saca pan de los campos y vino que le alegra el
corazón, aceite que da brillo a su rostro y el pan que le da fuerzas. Estos
versos reflejan una cultura agraria y la importancia de los frutos de la tierra
para la vida del hombre. Todo, finalmente, es un don de Dios.
Hoy, gran parte de la población humana vive en ciudades. Nos
hemos alejado mucho de la naturaleza y nuestra vida transcurre entre edificios
y máquinas, rodeados de artilugios que nos sirven para el trabajo y para el
ocio. Quizás por eso se da una añoranza y tantas personas, cuando pueden, huyen
al campo o se sumergen en la montaña los fines de semana y en vacaciones.
Quizás por eso ha surgido con fuerza el ecologismo, como una reivindicación del
mundo natural. El hombre moderno es muy consciente de que, pese a todos los
avances técnicos de la civilización, todos dependemos, finalmente, de la tierra
y sus frutos para sobrevivir, y del buen estado de las aguas y la atmósfera para
tener calidad de vida.
Pero hay algo que el salmo 104 nos recuerda, y es que la
naturaleza, el universo, no es dios. Podemos amar y cuidar el planeta,
pero nuestra querida madre tierra no es una persona ni una diosa; es tan
obra de Dios como nosotros mismos. Todos somos creaturas. No podemos confundir
la creación, por buena y hermosa que sea, con el Creador. La tierra no nos
crea, la tierra no nos da la existencia. Sí, nos alimenta y nos sostiene;
estamos hechos de la misma materia que ella, pero no es nuestra madre, ni
nuestra diosa creadora. Los antiguos hebreos jamás cayeron en el error de
confundir el Creador con la creación. Una cosa es el artista, otra su obra.
No endiosar la tierra no quita que la admiremos y la cuidemos.
El salmista alaba a Dios por la belleza del mundo creado, porque ve en la
maravilla del universo un motivo de alegría y gratitud. ¡Cantaré al Señor,
tocaré para mi Dios mientras yo exista! ¡Alaba, alma mía, al Señor!
En contraste con las bondades de la obra divina, el salmista
casi termina con una frase que choca: Que se acaben los pecadores sobre la
tierra, que los malvados no existan jamás. Pero... ¿acaso no somos todos
pecadores alguna vez? ¿Es posible extirpar el mal de la humanidad?
Es un deseo, utópico, quizás. Jesús respondería a estos
versos con una famosa parábola, la del trigo y la cizaña. Dejad que crezcan
juntos hasta la siega. El juicio llegará en su momento, pero, por ahora, en
el universo coexiste la obra maravillosa de Dios con los mil y un pecados, errores
y torceduras que cometemos los humanos. Este es el mundo en que vivimos, y
desde aquí, donde estamos, siempre podemos alabar a Dios.
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