¡Aleluya! Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre: de la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.
El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor, Dios
nuestro, que habita en las alturas y se abaja para mirar al cielo y a la
tierra?
Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo.
A la estéril le da un puesto en la casa, como madre feliz de hijos.
¡Aleluya!
En la religión del antiguo Israel y, después, en el
Cristianismo, los pobres siempre han tenido un lugar especial. Podríamos decir
que la atención al pobre, en nuestra fe, ya no sólo es un hecho ético y moral,
sino un rasgo que nos acerca a Dios.
En otras culturas también se atendía a los pobres, pero en
ninguna otra se oyó antes que los pobres fueran los favoritos, amados de Dios.
Israel fue un pueblo que sufrió continuas pruebas:
persecución, conquistas, deportaciones, esclavitud y pobreza. Quizás por esto
desarrolló un fuerte sentido de la solidaridad hacia los más desvalidos. El
Dios en que confiaba era un Dios que no soportaba la miseria ni la injusticia.
Pero el pueblo israelita tampoco fue ajeno a los pecados
propios de toda sociedad. Amós y otros profetas denunciaron con rotundidad la
avaricia de los ricos y la opresión injusta sobre las gentes sencillas.
Con la fe de Israel también comienza otro concepto de la
pobreza: el teológico. El pobre ya no
es solo el desposeído, sino el que carece de arrogancia y autosuficiencia y se
sabe desvalido ante Dios. En este sentido, todos somos pobres, lo reconozcamos
o no. Y al que se siente pobre y miserable, despojado de todo orgullo, Dios lo
elevará.
En el salmo hay un vivo contraste: Dios, que es todopoderoso
y que está allá arriba, en su trono celeste, baja a la tierra, hasta hundirse en el barro. Y baja para mirarnos. Ese es el movimiento de
nuestra fe, y motivo de confianza y alegría para todos: que no somos nosotros
quienes tenemos que ascender, con esfuerzo, para alcanzar la plenitud. Es Dios
quien desciende y viene a nosotros. Creamos, de verdad, que Dios no está lejos.
A Dios le importamos. Somos especiales para él, hijos amados. Por muy desgraciados
y rendidos que nos sintamos, él está a nuestro lado y nos ayuda a levantarnos: alza de la basura al pobre para sentarlo con
los príncipes...
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