1Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante,2porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco.
3Me
envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza
y angustia. 4Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi
vida».
5El Señor
es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; 6el Señor guarda
a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó.
7Alma
mía, recobra tu calma, que el Señor fue bueno contigo: 8arrancó
mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.
9Caminaré
en presencia del Señor en el país de los vivos.
10Tenía fe, aun
cuando dije: «¡Qué desgraciado soy!». 11Yo decía en mi apuro: «Los
hombres son unos mentirosos». 12¿Cómo pagaré al Señor todo el
bien que me ha hecho?
13Alzaré
la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor. 14Cumpliré
al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.
15Mucho
le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. 16Señor, yo soy tu
siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.
17Te
ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando el nombre del Señor. 18Cumpliré
al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo, 19en el
atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén.
Hay una frase de este salmo que impacta: Tenía fe, aun cuando dije, «Qué desgraciado
soy.» Qué fácil es tener fe cuando las cosas van bien y, en cambio, qué
escasos andamos de esta virtud cuando las cosas se tuercen y nos sentimos
desgraciados. Mantener la fe en circunstancias adversas es una muestra de
heroísmo espiritual, de fortaleza, de coraje. En realidad, es la prueba de la
verdadera fe, que se sostiene, no en certezas, sino en un querer y en un
confiar.
Esta frase aún impresiona más: Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Casi podemos
imaginar a Dios llorando y doliéndose cuando muere una persona buena, alguien
que le fue fiel. El salmo nos muestra ese rostro del Dios compasivo, que ama a
sus criaturas como una madre y le duele la muerte o el sufrimiento de cada una
de ellas.
Podemos meditar y pensar cuál no debió ser el sufrimiento de
Dios Padre ante la muerte de Jesús, su Hijo. Este hijo amado, predilecto, es el
fiel por excelencia y muere a manos de los hombres. ¿Puede Dios sufrir? La
respuesta está en la cruz, la de Cristo y la de todos los que cargan día a día
sus dolorosas cruces ―enfermedad,
pobreza, soledad, persecuciones… Sí, a Dios le duele no solo la muerte, sino el
menor sufrimiento de sus hijos. Más aún cuando este sufrimiento es debido a su
fidelidad.
¿Cómo no confiar en un Dios así? A un Dios tonante, juez y
terrible, podemos temerlo, aunque creamos en él, pero en ese miedo siempre
habrá un resquicio de desconfianza y de sumisión. En cambio, el salmo continúa
hablándonos de dos conceptos aparentemente opuestos: la servitud y la
liberación. El poeta se confiesa siervo del Señor, alguien obediente a él,
cumplidor de sus votos. Al mismo tiempo, declara que Dios ha roto sus cadenas.
¿No será que en la obediencia a Dios reside nuestra libertad?
¿Cómo entenderlo? Esta aparente paradoja puede comprenderse
si profundizamos en qué significa obedecer a Dios, qué implica, y qué son esas
cadenas.
Obedecer a Dios significa seguir su ley, una ley que, desde
los orígenes de la cultura hebrea, nos muestra su bondad, su benevolencia, su
atención a los más débiles, su magnanimidad. Jesús dirá que toda la ley se
resume en amar, a Dios y a los demás. ¿Puede ser opresora una ley así, cuando
los seres humanos estamos hechos para el amor?
Por otro lado, la noción de esclavitud, en la cultura
hebrea, va a menudo vinculada a la de maldad y pecado. Jesús, cuando curaba,
perdonaba los pecados. El concepto de pecado, además de ser una ofensa a Dios,
es un daño que esclaviza a la persona, que le impide desarrollarse plenamente y
ser libre, entera, feliz. Quien ama se realiza y se libera. Por tanto, quien
cumple esta ley divina del amor, rompe sus cadenas y puede cantar la oración
más bella. Y este es el sacrificio más agradable a Dios: la alabanza de un corazón
gozoso que ha sintonizado con su amor.
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