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Salmo 119 (118)

1 Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; 2 dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo corazón; 3 el que, sin cometer iniquidad, anda por sus senderos.

4 Tú promulgas tus decretos para que se observen exactamente. 5 Ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas.

15 Medito tus mandatos y me fijo en tus sendas; 16 tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras.

17 Haz bien a tu siervo; viviré y cumpliré tus palabras; ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad.

33 Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente. 34 Enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón.

. . . 

Es este un salmo larguísimo (sólo reproducimos unos pocos versos de los 176 que tiene en total). En él afloran conceptos que nuestra cultura de hoy tiende a contraponer e incluso a enfrentar: la ley y el corazón; la norma y la libre voluntad; la obediencia y la libertad. ¿Es posible reconciliarlos?

Para el hombre que compuso este salmo no había contradicción ni dilema. El salmista muestra su deseo vehemente y profundo de cumplir la ley del Señor, que alaba y reconoce como buena: «contemplaré las maravillas de tu voluntad». ¿Cuál es la bisagra, la amalgama que logra unir la voluntad de Dios y la humana? El secreto es simple y grande: el amor.

Una experiencia de amor logra conciliar el deber y el corazón. Aúna voluntades —la mía y la de Dios de la misma manera que el querer y el sueño de dos que se aman y miran hacia el mismo horizonte.

Quien se sabe intensamente amado por Dios, logra penetrar con lucidez en su auténtica ley —el amor— y hace suya, con total libertad y con pasión, la voluntad de Dios. Entra en una dinámica amorosa, en la que cumplir no es algo forzado ni superficial, sino un verdadero impulso del corazón.

A partir de una experiencia amorosa, mística, se pueden derivar mandamientos o prescripciones que pueden llevar a la vida cotidiana las consecuencias de ese amor. Si todos experimentáramos en propia carne este amor, no serían necesarias las normas ni las leyes. «Ama y haz lo que quieras», dijo san Agustín, en su ferviente radicalidad. «La ley es el amor», afirmó san Pablo, en repetidas ocasiones. Como Jesús, sabía bien que es muy fácil convertir la religión en un conjunto de normas a cumplir. Y qué fácil es reducir la fe a un cumplimiento formal, muchas veces incluso hipócrita, de los mandamientos que hemos aprendido de memoria. El gran enfrentamiento de Jesús con los fariseos fue justamente por este motivo. 

Jesús aceptó la ley, pero aclaró que ésta tuvo que ser establecida «por la dureza de corazón» de las gentes. Efectivamente, cuando el amor desaparece, la ley es necesaria para regular la convivencia y evitar el caos, las injusticias y el crimen. Pero cuando se alcanza la madurez humana y espiritual, cuando se vibra con una experiencia íntima de entrega y comunión, la ley humana sobra, es letra muerta, como decía san Pablo. Y pasa a ser sustituida por la libertad auténtica, una libertad responsable, consecuente, apasionada, movida por el soplo del amor.

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