1 Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; 2 dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo corazón; 3 el que, sin cometer iniquidad, anda por sus senderos.
4 Tú promulgas tus
decretos para que se observen exactamente. 5 Ojalá esté firme mi camino para
cumplir tus consignas.
15 Medito tus mandatos y me fijo en tus sendas; 16 tus
decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras.
17 Haz bien a tu siervo; viviré
y cumpliré tus palabras; ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu
voluntad.
33 Muéstrame, Señor, el
camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente. 34 Enséñame a cumplir tu
voluntad y a guardarla de todo corazón.
Es este un salmo larguísimo (sólo reproducimos unos pocos
versos de los 176 que tiene en total). En él afloran conceptos que nuestra
cultura de hoy tiende a contraponer e incluso a enfrentar: la ley y el corazón;
la norma y la libre voluntad; la obediencia y la libertad. ¿Es posible
reconciliarlos?
Para el hombre que compuso este salmo no había contradicción
ni dilema. El salmista muestra su deseo vehemente y profundo de cumplir la ley
del Señor, que alaba y reconoce como buena: «contemplaré las maravillas de tu
voluntad». ¿Cuál es la bisagra, la amalgama que logra unir la voluntad de Dios
y la humana? El secreto es simple y grande: el amor.
Una experiencia de amor logra conciliar el deber y el
corazón. Aúna voluntades —la mía y la de Dios― de la misma manera que el querer y el sueño de dos que se
aman y miran hacia el mismo horizonte.
Quien se sabe intensamente amado por Dios, logra penetrar
con lucidez en su auténtica ley —el amor— y hace suya, con total libertad y con
pasión, la voluntad de Dios. Entra en una dinámica amorosa, en la que cumplir
no es algo forzado ni superficial, sino un verdadero impulso del corazón.
A partir de una experiencia amorosa, mística, se pueden
derivar mandamientos o prescripciones que pueden llevar a la vida cotidiana las
consecuencias de ese amor. Si todos experimentáramos en propia carne este amor,
no serían necesarias las normas ni las leyes. «Ama y haz lo que quieras», dijo
san Agustín, en su ferviente radicalidad. «La ley es el amor», afirmó san
Pablo, en repetidas ocasiones. Como Jesús, sabía bien que es muy fácil
convertir la religión en un conjunto de normas a cumplir. Y qué fácil es
reducir la fe a un cumplimiento formal, muchas veces incluso hipócrita, de los
mandamientos que hemos aprendido de memoria. El gran enfrentamiento de Jesús
con los fariseos fue justamente por este motivo.
Jesús aceptó la ley, pero aclaró que ésta tuvo que ser
establecida «por la dureza de corazón» de las gentes. Efectivamente, cuando el
amor desaparece, la ley es necesaria para regular la convivencia y evitar el
caos, las injusticias y el crimen. Pero cuando se alcanza la madurez humana y
espiritual, cuando se vibra con una experiencia íntima de entrega y comunión,
la ley humana sobra, es letra muerta, como decía san Pablo. Y pasa a ser
sustituida por la libertad auténtica, una libertad responsable, consecuente,
apasionada, movida por el soplo del amor.
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