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Salmo 122 (121)


1Canción de las subidas. De David.

¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»! 2Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. 

3Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. 4Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor; 5en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David. 

6Desead la paz a Jerusalén: «Vivan seguros los que te aman, 7haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios». 

8Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: «La paz contigo». 9Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien.

. . .

Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.

Es un salmo de alegría y de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.

En la fiesta de Cristo Rey, Jesús se revela como único templo, único sacerdote, la persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el templo, hacia la ciudad santa. Todos estos anhelos se ven respondidos con la llegada de Jesús, aunque no como muchos lo esperaban. Jesús supera la identificación de Dios con un lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, comunidad formada por todos los que creen.

Así, cuando entonamos este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo, don gratuito. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin límites, amante de sus criaturas y bueno.

¿Cómo no cantar alegres y bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?

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