Canción de las subidas.
A ti levanto mis ojos, a
ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los
esclavos fijos en las manos de sus señores. Como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios
nuestro, esperando su misericordia.
Misericordia, Señor,
misericordia, que estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del
sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos.
. . .
Hay una canción tradicional de nuestra liturgia que canta
los versos de este salmo, tomando como estribillo el primero: «A ti levanto mis
ojos, a ti que habitas en el cielo. A ti levanto mis ojos porque espero tu
misericordia».
Es una canción de súplica, que brota de labios del hombre
cansado, abatido, esclavizado. El salmo repite la palabra esclavo, y en
él se da un movimiento ascendente. Desde la profundidad del abismo, cuando el
hombre ha tocado fondo y ya no puede descender más, entonces es cuando lo único
que le queda es alzar los ojos al cielo.
Clavamos los ojos en el cielo porque esperamos auxilio y
compasión. Lo peor que puede sucedernos no es vivir abrumados por los
problemas, sino sentirnos solos. La soledad, el sentimiento de desamparo, es la
que nos impulsa a pedir ayuda. Y cuando parece que el mundo no responde, solo
nos queda volvernos a Dios.
Decía un sabio: «Cuando todos te abandonan, Dios se queda
contigo». Es en esos momentos de soledad y miseria cuando podemos acercarnos
más que nunca al que nos ama y no nos abandona jamás. Para muchos, las
tribulaciones son motivo para perder la fe. Para otros, en cambio, el
sufrimiento es un camino que los acerca a Dios.
¿Por qué es así? Quienes se alejan de Dios por el dolor
acaso piensan que Él es culpable de todo cuanto les sucede, como si fuera un
señor tiránico que juega con sus criaturas a capricho. O piensan que Dios
está lejos y es indiferente a sus dificultades. O bien, como tantas personas ateas,
deciden que Dios no existe y no vale la pena pensar en él. El hombre es
arrojado a su destino, por el azar o la necesidad, y debe afrontar solo su
tragedia existencial.
En cambio, quienes se acercan a Dios a través del dolor lo
hacen a través de la humildad. Han comprendido que el hombre no es
todopoderoso, pero sí libre, y que el mal a veces es consecuencia de sus
decisiones. No culpan a Dios, asumen su responsabilidad y sufren las
consecuencias de sus fallos. Pero reconocer esta fragilidad no los lleva a la
desesperación. Como San Pablo, descubren que en su debilidad está su fuerza
porque cuentan con una ayuda, un apoyo extraordinario que supera toda flaqueza
humana. Cuando parece que no pueden más, reciben una fuerza interior enorme que
les hace sonreír ante la tormenta y tomar las riendas para seguir
caminando. «Todo lo puedo en Aquel que
me conforta», decía San Pablo. En él, lo podemos todo.
El salmo habla también del desprecio y el sarcasmo de los
orgullosos, de los autosuficientes que, en su riqueza, se burlan del pobre y
del débil. Podemos leer estos versos en un plano social y material: los ricos
se regodean en su fortuna y desprecian a los pobres. Pero también en un plano
espiritual: el hombre que cree no necesitar a Dios es arrogante y desprecia a
quien se siente débil y busca ayuda. La autosuficiencia espiritual es fruto del
orgullo, del creerse superior, del creerse un dios. Quizás mientras las cosas
le van bien podrá envanecerse en su pedestal; el día que la vida lo someta a
pruebas, tal vez comprenderá mejor a los que sufren y verá la necesidad de
elevar los ojos al cielo.
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