Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.
Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor,
escucha mi voz: estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.
Si llevas cuentas de los
delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así
infundes respeto.
Mi alma espera en el Señor, espera en su
palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde
Israel al Señor, como el centinela la aurora.
Porque del Señor viene la
misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus
delitos.
Para muchas personas, religión es sinónimo de sentimiento de
culpa. Se acusa al judaísmo y al cristianismo de fomentar un miedo y un
desprecio de sí mismo que provoca neurosis y una caída de la autoestima.
Decía un padre jesuita que la consciencia del pecado es un
don, pero de nada sirve reconocerse pecador si no es en oración, ante Dios. Por
un lado, se necesita humildad y claridad interior para admitir que no somos
perfectos y no solo eso, sino que a veces, deliberadamente, elegimos el camino
equivocado. Hay una tendencia que nos inclina a ser egoístas y a buscar el
reconocimiento, el aplauso, el engrandecimiento personal. Entre una autoestima
equilibrada y la vanidad la línea es muy delgada…
El sentimiento que expresa este salmo no es neurótico ni
amargado. El pecador no está desesperado porque sabe que, a la hora del juicio,
Dios no será un castigador inclemente, sino el mejor abogado defensor. Tanto,
que buscará mil y una formas para librarnos de las culpas. La esperanza en esa
redención acrecienta la confianza y un sentido de liberación. Hay esclavitudes
mucho peores que las materiales, y reconocerlas es el primer paso para
liberarse.
Nuestra fuerza de voluntad es importante, pero no basta.
¡Cuántas veces nos hacemos buenos propósitos para volver a caer, una y otra
vez, en el mismo defecto, en el mismo error! Hacemos el mal que no queremos y
no hacemos el bien que querríamos, como bien dijo san Pablo. ¿Cómo superar esta
limitación?
No funciona redoblar nuestro esfuerzo, sino aflojar la
tensión interior y abrirnos al amor de Dios. Su ternura es el mejor jabón, el
mejor trapo y el mejor bálsamo para sanar nuestra alma sucia y herida. Confiemos, ansiemos, pidamos este amor. Dios
lo dispensa generosamente y solo espera nuestra súplica para dárnoslo en
abundancia. No hay delito que no pueda borrar su amor. Con él, llegarán la
alegría y la liberación.
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