1De David.
Te doy gracias, Señor, de
todo corazón, porque escuchaste las palabras de mi boca; delante de los ángeles
tañeré para ti; 2me postraré hacia tu santuario, daré gracias a
tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera tu fama.
3Cuando te
invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma. 4Que te
den gracias, Señor, los reyes de la tierra, al escuchar el oráculo de tu boca; 5canten
los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande.
6El Señor es
sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. 7Cuando
camino entre peligros, me conservas la vida; extiendes tu mano contra la ira de
mi enemigo, y tu derecha me salva.
8El Señor
completará sus favores conmigo. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones
la obra de tus manos.
Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor de
mi alma. Podríamos recitar este verso, como una jaculatoria o un mantra, al
decir de hoy, durante todo el día. La palabra es poderosa, y cuando se dirige
una palabra a Dios, ¡él la llena de sentido y de fuerza!
¿Qué le decimos a Dios? ¿Qué llena nuestro corazón y qué
sale de nuestros labios? Dicen los místicos judíos que la palabra da forma al
espíritu; si es buena, será una energía poderosa para el bien; si es mala, la
energía se volverá negativa y nos destruirá.
Palabra, voz, aliento: ¿qué sale de nosotros? Del rey David,
siempre envuelto en intrigas, guerras y conflictos, salieron muchas palabras.
Pero, por encima de todas ellas, cuando se dirigía a Dios, salieron alabanzas.
Un teólogo explicaba a sus alumnos: los salmos son del
Antiguo Testamento. Son peticiones, súplicas, gritos lanzados al cielo ante un
Dios que, se supone, escucha. Pero los cristianos deberíamos leerlos, y
cantarlos, no en tiempo presente o en imperativo, sino en pasado: no le digas a
Dios, ¡escúchame!, sino más bien: Tú me has escuchado. No le pidas: ¡ayúdame!, sino
dile: ¡Gracias porque me has ayudado! No grites: ¡sálvame!, sino ¡Tú me has
salvado!
Dios ya escucha, ya atiende, ya sabe lo que necesitas. Nos
lo enseñó Jesús. Y sí, está bien pedirle, pero aún es mejor darle gracias. Y si
la gracia que esperamos aún no ha llegado, tranquilos. Porque Dios está fuera
del tiempo, pero nosotros no, y a veces los días se nos hacen eternos y la
espera interminable. Pero aquello bueno que pedimos a Dios, en su momento, y de
la mejor manera, llegará. Para nosotros es un bien futuro, para Dios es una
gracia eternamente presente. Necesitamos tiempo para aprender y madurar.
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