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Salmo 141 (140)

1Salmo de David.

Señor, te estoy llamando, ven de prisa, escucha mi voz cuando te llamo. 2Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. 

3Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios; 4no dejes inclinarse mi corazón a la maldad, a cometer crímenes y delitos; ni que con los hombres malvados participe en banquetes.

5Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda, pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza; yo seguiré rezando en sus desgracias. 

6Cuando caigan en las duras manos de sus jueces, escucharán mis palabras amables; 7como una piedra de molino, rota por tierra, queden esparcidos sus huesos a la boca de la tumba. 

8Señor Dios, mis ojos están vueltos a ti, en ti me refugio, no me dejes indefenso; 9guárdame del lazo que me han tendido, de la trampa de los malhechores. 

10Caigan los malvados en sus redes, mientras que yo escapo ileso.

. . . 

Si tuviéramos que reconstruir la vida del rey David a partir de los salmos, veríamos que fue una sucesión de triunfos alternados con aprietos y conflictos de todo tipo. Al parecer, David se granjeó muchos enemigos, pues no cesaban de conspirar contra él. ¿Envidia y celos? ¿Mediocridad contra excelencia? ¿Afán de morder un pedazo de su éxito? ¿Deseo de usurpar su lugar?

No es fácil lidiar con los enemigos. A una persona pacífica, de vida ordinaria, que no tiene grandes adversarios, le puede resultar difícil comprender las duras palabras de David clamando al cielo: como una piedra de molino, rota por tierra, queden esparcidos sus huesos a la boca de la tumba. ¡Qué maldición tan terrible! No sólo desea su muerte, sino una mala muerte, ya que esparcir los huesos fuera de la tumba significa que el difundo no encontrará la paz ni el reposo en la otra vida.

 Lo extraordinario de David es que, pese a todos los avatares que sufrió, y teniendo motivos más que suficientes, jamás perdió la fe en Dios. Bueno, hoy diríamos que David «tenía motivos para dejar de creer». Pero la fe de los antiguos no era como la nuestra. Hoy tendemos a imaginar un Dios bonachón que nos saca las castañas del fuego. Nos gusta creer en un Dios que nos mima, nos consiente y nos perdona todo. Y sí, Dios nos ama, y Dios lo perdona todo. Pero Dios también es un buen maestro, y no se aprende mejor que en las dificultades. La fe de David se vio acrisolada en las pruebas. Cuanto más difícil resulta creer, más resplandece la fe sincera. Y David, pese a su humanidad cargada de defectos, nos enseña esta fe inquebrantable que, al final, salvó su vida y su corazón.

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