1Salmo de David.
Señor, te estoy llamando,
ven de prisa, escucha mi voz cuando te llamo. 2Suba mi oración
como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.
3Coloca, Señor,
una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios; 4no
dejes inclinarse mi corazón a la maldad, a cometer crímenes y delitos; ni que
con los hombres malvados participe en banquetes.
5Que el justo
me golpee, que el bueno me reprenda, pero que el ungüento del impío no perfume
mi cabeza; yo seguiré rezando en sus desgracias.
6Cuando caigan
en las duras manos de sus jueces, escucharán mis palabras amables; 7como
una piedra de molino, rota por tierra, queden esparcidos sus huesos a la boca
de la tumba.
8Señor Dios,
mis ojos están vueltos a ti, en ti me refugio, no me dejes indefenso; 9guárdame
del lazo que me han tendido, de la trampa de los malhechores.
10Caigan los
malvados en sus redes, mientras que yo escapo ileso.
Si tuviéramos que reconstruir la vida del rey David a partir
de los salmos, veríamos que fue una sucesión de triunfos alternados con aprietos
y conflictos de todo tipo. Al parecer, David se granjeó muchos enemigos, pues
no cesaban de conspirar contra él. ¿Envidia y celos? ¿Mediocridad contra
excelencia? ¿Afán de morder un pedazo de su éxito? ¿Deseo de usurpar su lugar?
No es fácil lidiar con los enemigos. A una persona pacífica,
de vida ordinaria, que no tiene grandes adversarios, le puede resultar difícil
comprender las duras palabras de David clamando al cielo: como una piedra de
molino, rota por tierra, queden esparcidos sus huesos a la boca de la tumba. ¡Qué
maldición tan terrible! No sólo desea su muerte, sino una mala muerte, ya que
esparcir los huesos fuera de la tumba significa que el difundo no encontrará la
paz ni el reposo en la otra vida.
Lo extraordinario de
David es que, pese a todos los avatares que sufrió, y teniendo motivos más que
suficientes, jamás perdió la fe en Dios. Bueno, hoy diríamos que David «tenía
motivos para dejar de creer». Pero la fe de los antiguos no era como la
nuestra. Hoy tendemos a imaginar un Dios bonachón que nos saca las castañas del
fuego. Nos gusta creer en un Dios que nos mima, nos consiente y nos perdona
todo. Y sí, Dios nos ama, y Dios lo perdona todo. Pero Dios también es un buen
maestro, y no se aprende mejor que en las dificultades. La fe de David se vio
acrisolada en las pruebas. Cuanto más difícil resulta creer, más resplandece la
fe sincera. Y David, pese a su humanidad cargada de defectos, nos enseña esta
fe inquebrantable que, al final, salvó su vida y su corazón.
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