1Poema de David cuando estaba en la cueva. Oración.
2A voz en grito
clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; 3desahogo ante
él mis afanes, expongo ante él mi angustia, 4mientras me va
faltando el aliento.
Pero tú conoces mis
senderos, y que en el camino por donde avanzo me han escondido una trampa.
5Mira a la
derecha, fíjate: nadie me hace caso; no tengo adónde huir, nadie mira por mi
vida.
6A ti grito,
Señor; te digo: «Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida».
7Atiende
a mis clamores, que estoy agotado; líbrame de mis perseguidores, que son más
fuertes que yo.
8Sácame de la
prisión, y daré gracias a tu nombre: me rodearán los justos cuando me devuelvas
tu favor.
. . .
Perseguido por el rey Saúl, David acabó refugiándose en las
cuevas de Adulán con una banda de forajidos. Escondido en la gruta, reza al
Señor. ¿En quién mejor desahogar su alma?
En un plano espiritual, todos vivimos o hemos pasado por
situaciones similares, de asfixia y ahogo. Pocos han estado en una cárcel, pero
¿en cuántas prisiones emocionales y espirituales nos hemos metido? ¿Cuántas
cadenas nos atan y nos impiden caminar hacia donde queremos? ¿Cuántas veces nos
sentimos esclavos de las circunstancias?
Cuando no podemos hacer nada por cambiar lo que sucede
alrededor, nos sentimos como David, en la cueva. El miedo provoca varias
reacciones: ataque, parálisis o huida. Y la más habitual en los humanos es la
segunda. Como el avestruz, escondemos la cabeza bajo el ala. O nos metemos en nuestra
guarida, cobijados en la sombra, a esperar que pase el peligro. A veces, la
inmovilidad y el no hacer nada, aguardando en silencio, es la única o la mejor
opción.
¿Qué hacer mientras arrecia la tormenta y estamos en nuestra
cueva?
De nada sirve gritar. De nada sirve lamerse las heridas,
aunque puede consolar. David lo hace, muchas veces. Pero si no añadimos algo
más a nuestro discurso interior, sólo conseguiremos aumentar el sufrimiento.
David añade la oración: Señor, desahogo ante ti mis afanes.
¡Qué hermoso verso! Depositemos ante Dios el dolor, el
miedo, la angustia. Pongamos nuestra misma vida en sus manos. Reclinémonos en
su pecho.
Y él nos dará alivio. Antes de librarnos de la prisión
física, o de la circunstancia que nos ata, Dios liberará nuestro corazón.
Después vendrá el resto.
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