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Salmo 142 (141)

1Poema de David cuando estaba en la cueva. Oración. 

2A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; 3desahogo ante él mis afanes, expongo ante él mi angustia, 4mientras me va faltando el aliento.

Pero tú conoces mis senderos, y que en el camino por donde avanzo me han escondido una trampa.

5Mira a la derecha, fíjate: nadie me hace caso; no tengo adónde huir, nadie mira por mi vida. 

6A ti grito, Señor; te digo: «Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida».

 7Atiende a mis clamores, que estoy agotado; líbrame de mis perseguidores, que son más fuertes que yo. 

8Sácame de la prisión, y daré gracias a tu nombre: me rodearán los justos cuando me devuelvas tu favor.

. . .

Perseguido por el rey Saúl, David acabó refugiándose en las cuevas de Adulán con una banda de forajidos. Escondido en la gruta, reza al Señor. ¿En quién mejor desahogar su alma?

En un plano espiritual, todos vivimos o hemos pasado por situaciones similares, de asfixia y ahogo. Pocos han estado en una cárcel, pero ¿en cuántas prisiones emocionales y espirituales nos hemos metido? ¿Cuántas cadenas nos atan y nos impiden caminar hacia donde queremos? ¿Cuántas veces nos sentimos esclavos de las circunstancias?

Cuando no podemos hacer nada por cambiar lo que sucede alrededor, nos sentimos como David, en la cueva. El miedo provoca varias reacciones: ataque, parálisis o huida. Y la más habitual en los humanos es la segunda. Como el avestruz, escondemos la cabeza bajo el ala. O nos metemos en nuestra guarida, cobijados en la sombra, a esperar que pase el peligro. A veces, la inmovilidad y el no hacer nada, aguardando en silencio, es la única o la mejor opción.

¿Qué hacer mientras arrecia la tormenta y estamos en nuestra cueva?

De nada sirve gritar. De nada sirve lamerse las heridas, aunque puede consolar. David lo hace, muchas veces. Pero si no añadimos algo más a nuestro discurso interior, sólo conseguiremos aumentar el sufrimiento. David añade la oración: Señor, desahogo ante ti mis afanes.

¡Qué hermoso verso! Depositemos ante Dios el dolor, el miedo, la angustia. Pongamos nuestra misma vida en sus manos. Reclinémonos en su pecho.

Y él nos dará alivio. Antes de librarnos de la prisión física, o de la circunstancia que nos ata, Dios liberará nuestro corazón. Después vendrá el resto.

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