1¡Aleluya! Alaba, alma mía, al Señor: 2alabaré al Señor mientras viva, tañeré para mi Dios mientras exista.
3No confiéis en
los príncipes, seres de polvo que no
pueden salvar; 4exhalan el espíritu y vuelven al polvo, ese día
perecen sus planes.
5Dichoso a
quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor, su Dios, 6que
hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en él; que mantiene su fidelidad
perpetuamente, 7que hace justicia a los oprimidos, que da pan a
los hambrientos.
El Señor liberta a los
cautivos, 8el Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a
los que ya se doblan, el Señor ama a los justos.
9El Señor
guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el
camino de los malvados.
10El Señor
reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad. ¡Aleluya!
Este salmo de alabanza nos muestra por un lado cómo es Dios
y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.
Para muchos descreídos, estos versos no son más que una
oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces
sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre,
la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un
opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su
desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a
solucionar sus problemas.
Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para
expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía,
pues las razones no bastan. Y los salmos, en buena parte, son fruto de
experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia
de que Dios, verdaderamente, salva.
¿De qué salva? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá
del mal físico, son consecuencias del mal. La ceguera de la obstinación, la
cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina
contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de
Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado
abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.
Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no
sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna,
profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio
de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también
existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad.
Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué semilla vamos a regar y a
cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?
Nosotros podemos ser manos e instrumento de Dios, liberación
para los cautivos, alivio para el triste, sustento para la viuda y el pobre.
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