Salmo de David. Cuando estaba en el desierto de Judá.
Mi alma está sedienta de ti, Señor Dios mío. Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo. Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene.
Pero los que intentan quitarme la vida vayan a lo profundo de la tierra; sean pasados a filo de espada, sirvan de pasto a los chacales.
Mas el rey se alegrará en
Dios, el que jura por él se felicitará cuando tapen la boca a los mentirosos.
Sólo quien ama intensamente y se sabe amado puede pronunciar
con sinceridad las palabras de este salmo. «Mi alma está sedienta de ti»
expresa una necesidad profunda, acuciante, tan honda como la sed física, tan
dolorosa, incluso, como el hambre. El salmista aún añade: «mi carne tiene ansia
de ti». El deseo de Dios, de plenitud, de trascendencia, es tan ferviente como
el deseo amoroso.
Este cántico nos habla de un amor que quizás nos parece muy
alejado de los parámetros de nuestro mundo moderno. Hoy escuchamos que el amor
va y viene, que nada dura para siempre; pero también oímos decir que la gente
tiene hambre de afecto, de cariño, de reconocimiento. Y vemos cuántas
enfermedades del alma nos aquejan e intentamos vanamente paliar con medicinas,
frenesí, ruido, compras y divertimentos que, al final, sólo consiguen dejarnos
exhaustos y más vacíos. La falta de amor nos enferma.
El salmista habla de una sed que siempre aquejará al ser
humano porque estamos hechos así. Tenemos un pozo interior que sólo puede
llenarse de algo inmenso y eterno. Ojalá todos sintiéramos ese deseo dentro y
lo reconociéramos. Porque el hombre sediento que está vivo busca la fuente que
lo sacie y no duda en emprender el camino. Es cierto que el mundo le ofrecerá
muchas falsas bebidas, falsos alimentos y bálsamos engañosos para satisfacer su
hambre infinita. Son como esos enemigos que intentan quitar la vida y tienen la
boca llena de mentiras. Pero si el alma está despierta, la sed persistirá y le
empujará a continuar buscando. Hasta que, en algún momento, la misma fuente que
persigue le saldrá al camino.
Cuando Dios entra en nuestra vida el alma, árida como tierra
reseca, renace. Dios nos sacia, y nos vuelve a saciar, y jamás se cansa de
regalarnos sus dones. La vida penetrada por Dios experimenta tal cambio, que la
respuesta estalla forma de alabanzas: «Toda mi vida te bendeciré», «a la sombra
de tus alas canto con júbilo». Si realmente estamos saciados de Dios, eso ha de
notarse en una vida llena, activa, pacífica y profundamente alegre.
La unión con Dios no es algo reservado a los místicos. Todos
los cristianos —en realidad, todos los seres humanos— estamos llamados a vivir
esta experiencia de amor íntimo que nos arraiga en la tierra y nos permite
crecer hacia el cielo.
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